Habla Hermana Mayor.
La música es la pasión del cazador de la familia. Sus gustos, sutilmente eclécticos, van desde el punk súper radical hasta la polifonía renacentista, incluyendo todo ello al Wagner más infumable. Ésta es la razón por la que, siendo sincera, verlo acercarse en dirección al mueble de la música con cara de “voy a pinchar” es algo así como abrir una galleta de la suerte. En primer lugar, porque nunca sabes lo que va a salir de ahí. En segundo, porque las posibilidades son prácticamente infinitas e ilimitadas. En tercer lugar, porque una vez que te has enfrentado al enigma, no siempre te ha quedado claro de qué iba la cosa, o si es que el críptico mensaje es, en realidad, demasiado elevado para tu pobre cerebro o la simpleza de tu espíritu.
Capítulo aparte merecen los discos del coche. Eso de “voy a preparar algo de musiquita para el viaje”. (Aquí debería sonar un trueno, pero carezco de la destreza informática para conseguirlo). Después de algunas horas en compañía de su segunda esposa –todavía no sé si yo soy la primera o si lo es esa lagartona llamada Portátil– aparece el orgulloso padre con el fruto de su esfuerzo entre las manos: un reluciente compacto sobre cuya cara no grabada aparece invariablemente escrita la leyenda “disco coche” (existen unos 20 o 30 especímenes catalogados bajo el mismo nombre). Agárrense las pestañas, porque la combinación de seguro no les dejará indiferentes. Cito como ejemplo: The Ramones – “Los Honguitos” – Nina Simone – Joy Division – Edith Piaf… (muy importante, respétese este orden). Mejor no sigo. En realidad, no me queda otra que reconocer que carezco del talento necesario para plasmar en palabras las múltiples posibilidades de esta combinatoria, y es que la experiencia no es para contarla, sino para vivirla. De verdad.
Por todo esto resulta lógico pensar que los grandes descubrimientos musicales que se hacen en casa vengan siempre de la mano del cazador. Y no tengo más remedio que reconocer que sus “rara auis” acostumbran a ser maravillas. Esta primavera, por ejemplo, dejó en el escritorio de mi ordenador, a modo de regalo, un triple de Joanna Newsom: toda una revelación que me abrió el corazón y la cabeza.
Por las mismas fechas, llegó un día a casa impactado por una cantautora italiana que había oído en la radio de camino a casa. Tengo que decir que a mí esa gata maullante no es que me volviera loca, pero tiene su punto. La canción que había oído se llamaba I treni per Reggio Calabria, era larga como una condena, y contaba una historia agridulce en la que un tren viaja de norte a sur de Italia con algún objetivo reivindicativo. El tren, repleto de familias, atraviesa un país dividido entre partidarios y detractores, y sufre todo tipo de contratiempos incluyendo una amenaza de bomba en las vías. El caso es que, cerrando los ojos, una puede imaginarse ese tren. Italiano hasta la médula, lleno de colores, olores y voces gritonas. Las familias agolpadas y un ambiente de fiestilla que invita a unirse a cualquier compromiso, sin siquiera preguntar de qué se trata.
Hace unos días, durante las vacaciones familiares, subimos al ll treno per Reggio Calabria. En realidad, no era la primera vez que lo cogíamos, porque desde que somos padres hemos cumplido con el rito cada verano, pero sí era la primera vez que lo hacía después de haber oído la canción. Y es que, aunque el motivo era bien distinto: un paseíto por la playa en el rollo turistero del trenecito, yo no pude evitar que me recordara al otro tren, al italiano. Porque subimos en troupe toda la familia, porque cantamos, bailamos y marcamos las palmas al compás, porque hablamos a voz en grito, que para eso tenemos garganta, porque repartimos con los de los alrededores la bolsa de papasfritas, porque los ojos de los niños brillaban sobre sus mofletes encendidos mientras decían adiós a los peatones…
Y aunque al trenecito de la playa el puntito cutre no hay quien se lo quite, la niña que queda en mí me seguirá empujando a subir cada año, perdida ya la oportunidad de coger el otro tren. Por eso, por lo festivo, lo familiar, lo bullanguero, y por la cosa de domingo que –gracias a Dios– tiene todo en estas benditas tierras del Mediterráneo.
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