Hace unos días, las chicas de Kireei publicaron un post en el que pedían a sus lectores que contasen sus
experiencias con la bicicleta. Como ya he dicho en más de una ocasión, soy
bicicletera hasta la médula, y la bici es mi medio de transporte diario a la
hora de ir al trabajo y en toda ocasión que no voy acompañada de mi
descendencia. No hago caso de las inclemencias del tiempo. Me da igual que
llueva o que el sol se ensañe contra el medio día sevillano (cosa que el sol
sabe hacer muy bien). Me da igual que se me ponga azul la nariz en las mañanas
de invierno (y sí, esto también puede pasar en Sevilla, aunque los profanos no
se lo crean, especialmente si son septentrionales). Nada me importa en esos
ventitantos minutos que a la ida o a la vuelta paso en mi bici, porque es
rápida, es estética, es ecológica, es saludable, es divertida, y, sobre todo,
porque cada vez que subo a ella la niña que fui me posee como un espíritu
llamado por un médium para volver a llevarme a mi primer paseo en bicicleta, en
una bici inmensa de la primera mitad del siglo XX que fue de mi abuelo, y que
siempre será para mí mi verdadera bicicleta.
Por eso os dejamos aquí con una bella foto de
Hermana Menor, y a continuación con el relato de aquel primer logro en
bicicleta.
Al principio fue un reto. Como
un acantilado por explorar, como una nueva bahía incitando al desembarco, como
la luna virgen esperando al Apolo. La puerta soltaba escamas de su pintura
verde cada vez que me asomaba juntando fuerzas y valentía para empujarla.
Rozaba abajo, y su crujido en el suelo polvoriento me afilaba los dientes y el
orgullo. Entraba despacio, con el corazón desordenado y los ojos como dos
camaleones pugnando por adaptarse, deslumbrados, a las sombras enmohecidas de
la cochera. Y siempre el mismo ruego, el mismo mantra, la misma angustia: “que
siga ahí, por Dios, que todavía siga ahí”.
Y allí seguía. En la pared
lateral, desafiante, esperando como un caballo salvaje a que yo juntase el
valor y la experiencia para subirme a ella. Poco a poco mis ojos se hacían a la
oscuridad, y surgía de las sombras, despacio, como un amanecer que hace real
los sueños confusos de la noche. Era un coloso de hierro negro con el tiempo
marcado en lunares de óxido en desorden. El manillar le brillaba como una
mañana, y en el centro tenía una luz más grande -casi- que mi cabeza. Había
sido en los años cuarenta el transporte diario de mi abuelo a su juzgado rural
muchos kilómetros más allá de su casa. Llevaba en la memoria de sus radios el
barro agazapado de tantos caminos en otoño, la helada de las mañanas del
invierno, la brisa conciliadora de muchas primaveras, y el maullido constante de la chicharra a la
sombra del encinar en el estío. Pero después un Ford soberbio como una máquina
de guerra la vino a destronar, replegando su humildad a un lateral del cocherón
inmenso. Más tarde, el progreso se encargó de suceder, uno tras otro, los
distintos automóviles, cada vez menos curvos, cada vez más potentes, y ella
empezó a soñar en su destierro con sus días de esplendor que se alejaban
perdidos en los ecos de los años.
A veces, siendo yo muy, muy
niña, mi abuelo o mi padre me subían sobre la barra. Cógete bien, me decían, pon
las manos en ésta parte del manillar, no metas los pies entre los radios, y
avisa si ves que te vas a caer para que yo te coja antes de que te hagas daño.
Y yo cerraba los ojos para sentir el aire, mientras la bici chirriaba a voces
la alegría de salir de su letargo.
Era de adultos. Soñaba yo.
Subirme a ella y conquistar,
conquistarme.
Hasta que llegó por fin el día
en el que los dioses aturdidos por mis ruegos quisieron concederme los
centímetros y el coraje para subirme a ella. La saqué de la cochera, mientras
el corazón me derribaba a mazazos la garganta, y la acerqué a los poyos de la
puerta. Para cuando terminó aquella maniobra la piel ya se me había levantado
en dos o tres partes de las manos, y mis piernas latían por los golpes contra
los pedales. Pero no sentía yo -como los héroes- dolor en la batalla, y me
encaramé hasta alcanzar la altura suficiente para pasar mi pierna por encima
del sillín y colocarme a los pedales. Y entonces lo logré. Enfebrecida me lancé
por el camino y por lo que no lo era, aferrada al manillar como a una tabla en
un naufragio, mientras pasaba el peso de mi cuerpo de una a otra pierna para
conseguir vencer la resistencia de los pedales recios, quejumbrosos, gastados.
Mi vuelo, como el vuelo de un
ave primeriza no duró más que unos metros. Lo suficiente como para hacer volar
los pájaros de las ramas cercanas con el aullido salvaje de mi primer triunfo
en bicicleta. Para experimentar el dolor rudo del metal aplastándome las
piernas al caer bajo ella. Para sentir en mi cara el aire de la absoluta
libertad. Duró lo suficiente como para enganchar del todo mi corazón a la bici
para el resto de mi vida, y como para reponer el coraje suficiente para volver
a subirme a ella después de mi primera y colosal caída.
Preciosa la foto de hermana menor y emocionante el relato de hermana mayor. Juntas haceis maravillas. Yo he recuperado el gusto por la bicleta hace un par de años y aunque no la puedo usar para ir al trabajo cada vez que me monto en ella vuelvo a ser una niña.
ResponderEliminarDebieras aprovechar más tu talento de escritora, de manifesto en estas óptimas descripciones, verdaderas estampas costumbristas. Abrazos para ti y tu agguerrita prole.
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