7 ago 2010

Una de fobias

Habla Hermana Mayor.
Lo ignoro por completo. Desconozco en su totalidad el mecanismo de supervivencia psíquica que me lleva a intuir. De hecho, no sé si la intuición constituye un tema lo suficientemente serio como para ser tenido en cuenta. La verdad es que no soy muy dada a creencias extrasensoriales... Debe de ser por la influencia cartesiana de mi entorno. El caso es que, a pesar de esta reflexión, puedo decir que, de alguna manera, sé que están ahí. O mejor dicho, sé cuándo están ahí. Y lo sé mucho antes de haberlas visto. Y no puedo decir que las oiga, porque nunca he permanecido en su presencia el tiempo suficiente como para poder afirmar si hacen algún tipo de sonido. Y no sé siquiera si puedo olerlas. O si transmiten una suerte de onda misteriosa que yo pueda percibir a través de mi piel. Pero lo cierto es que, como un depredador asesino, cuando las busco cautelosamente, es porque antes he sabido que están ahí. Aguardando. Aguardándome.
No obstante toda esta preparación, el shock es inevitable. Después de la intuición el siguiente paso es la constatación. Y, ante la evidencia, lo único que no puedo afirmar es que mi reacción sea siempre la misma, y por lo tanto, mínimamente predecible. Hace poco salí precipitada de casa arrastrando a los hijos semidesnudos. El cazador de la familia estaba fuera, procurando el sustento de su prole, y no pudo acudir en mi auxilio al grito de “Socorro Popeye”. La verdad es que parecíamos de desahucio, recién llegados de la piscina, despeinados y dispuestos a quitarnos el cloro en la ducha… veni, vedi, vici. La intuí, la reconocí y salí corriendo. Gracias a Dios, el portero, alertado por mis gritos, apareció en el descansillo, pertrechado con una escoba, en una especie de cruce mutante entre un Rambo y un respetable miembro de La Aguja Piruja. ¡Con la escoba no, por Dios, con la escoba no! Conseguí convencerlo. O mejor dicho, como a Mortadelo le di el cambiazo: la escoba por el espray. Una menos. Al Walhalla de la cucarachas.


Cuando el hijo mayor era poco más que un bebé fuimos a merendar a casa de unas buenas amigas. Mujeres de una misma familia, que pertenecen a dos generaciones y que son realmente modelos de mujer: cultas, generosas, divertidas, activas, valientes, luchadoras, creativas… Cada una con sus particularidades, constituyen un grupo fantástico. Y, aunque son diferentes, tienen entre ellas un elemento común: el amor por la vida. Llegados a este punto, no quiero que nadie me malinterprete. Amo la vida como nadie. La recibo en oleadas cuando estoy consciente. Me nutro de ella mientras duermo… pero de ahí a llegar a ese extremo budista de no matar un piojo, ¡no!, mire usted que no. Me niego a vivir en un entorno cucarachero como estas amigas, cuyos clanes de cucarachas no paran de dar las gracias a sus dioses por haberles regalado la tierra prometida, el paraíso terrenal sin pasar por la escoba, el plus ultra del baygón. Yo no. Discúlpenme si hiero su sensibilidad, pero yo, decididamente, no.
Y ahí estábamos los tres: mi madre, mi bebé angelical y yo. Y, de repente, la llamada de la selva golpeó mi inconsciente. Está aquí. Me giré en todas las direcciones pero no pude localizarla. Derecha. Izquierda. Vista al frente. Por la retaguardia. Nada… Y entonces la vi. Se paseaba por el techo del salón como un noble por la tierra heredada de sus antepasados. Con orgullo, soberbia incluso. Me puse pálida, creo, y crucé una mirada furtiva con mi madre que, dotada de mi mismo instinto, ya la había localizado igualmente. Respiré. Y desde ese momento tengo la certeza de que figuro en algún manual de instrucción militar del Pentágono, como ejemplo de autocontrol, pues no grité, no me mesé los cabellos, no corrí desquiciada y sin rumbo por todas las esquinas del salón, no me desmayé, y ni siquiera me convertí en estatua de sal, sino que, impertérrita, seguí con mi merienda. Delicioso este té y estas pastas, Mrs. Jiménez.
Reconozco que, influidas hasta la médula por el Barroco Sevillano y su exuberante iconografía, mi madre y yo nos convertimos, desde ese preciso momento, en dos clones más que perfectos de alguna de las Inmaculadas de Bartolomé Esteban Murillo: pálidas pero arreboladas, las manos fervorosamente cruzadas, y la mirada vuelta al cielo en expresión de éxtasis. Y tal impresión de éxtasis hubimos de dar que nuestras anfitrionas volvieron ellas también los ojos al cielo, esperando toparse de bruces con el Espíritu Santo cuando menos. Pero lo que vieron fue al mismísimo Don Rodrigo Díaz encarnado en cucaracha, desfilando apaciblemente por los brazos de la lámpara.
¡Huy, un bicho!, dijeron ellas al tiempo que se arremangaban sus túnicas azafrán, empezaban a hacer arder varillas de incienso, y hacían tintinear sus crótalos al ritmo de “Hare, hare, hare Cuca”. Y la sacaron a la calle por la ventana del salón, seguida de un coro de palmas, sin tocarle una antenita. Mayor convivencia de religiones no se había visto desde la Escuela de Traductores de Toledo. Las budistas, y el par de Purísimas Inmaculadas corriendo en pagana procesión detrás del Santo Insecto, mientras el pequeño –llámese Buda, Jesús o Perencejo- batía palmitas ante tanta agitación.
Toda una experiencia.

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