19 mar 2012

Día del Padre

Habla Hermana Mayor.
Cuentan los cronistas de la familia que mi tío, el hermano mayor de mi padre, tenía una hermosísima voz cuando niño, y que era solista en el coro de la escuela. Yo no puedo decir ni que sí ni que no, porque creo que no lo he oído nunca cantar. A ver si lee esto y se anima, y viene a darnos una serenata cual mariachi de importación. De lo que sí que puedo dar fe es de la dulzura del timbre de la voz de mi padre. No tiene una voz potente que pueda ser oída en lontananza, pero sí tiene un hermoso tono de barítono armonioso, bien modulado, una voz capaz de hacer, en resumidas cuentas, las delicias de cualquier bebé atormentado por los durísimos insomnios de la infancia. Y creo que es precisamente esto -la voz- la primera conciencia que en mi memoria aparece de mi padre: en las tinieblas del conocimiento toma forma el arrullo de su voz en un mecimiento suave, oscilante de babor a estribor, que hace que se me caigan los párpados como telones pesados sólo de recordarlo. Recuerdo todas las melodías, que en su excéntrica selección se agolpaban en tres pintorescos cancioneros: el coro de la iglesia (latines incluidos), nanas en todas sus variantes y una ecléctica colección de canciones festivas en francés. Después, de adulta, descubrí que entre los Carmina Burana se encontraba un grupo de textos recogidos bajo la etiqueta de Carmina gulatorum et potatorum, y me pareció que las nanas de mi padre tenían mucho de aquello, y que cuando no cantaban al espíritu, lo hacían sobre las delicias del vino y sus efectos. Hoy en día podría parecer a muchos una barbaridad, pero yo no me traumaticé, ni salí borracha, sino que el único efecto que creo que tuvo en mí fue despertar en mi corazón un profundo deseo de acercamiento a la lengua francesa.

Este recuerdo es el primero, pero tiene tanta inconsistencia que, a veces, me pregunto si realmente está ahí porque ha quedado o porque lo he añadido yo a fuerza de ver a mi padre hacer lo mismo con otros niños más pequeños de la familia. Pero hay otro recuerdo que se pierde también en la noche de mi consciencia, y de éste sí que tengo una absoluta certeza. De hecho, aparece siempre que vinculo con una imagen la palabra padre. Debía yo de tener tres o cuatro años, y había ido, junto con mi madre y mi hermana, de avanzadilla a casa de mis abuelos por Navidad. Como mi padre empezaba sus vacaciones más tarde que las nuestras escolares, se incorporaría después. Así que apareció una tarde, luego de un par de días, al final de una de esas pesadas siestas de invierno, en las que cuando te levantas parece que el día se ha escapado mientras que tú dejas de vigilarlo. Llamaron a la puerta, y el pasillo se alargó enormemente mientras mi hermana y yo nos empujábamos por ser la primera en abrir, en una maraña de lazos deshechos y calcetines arrugados en torno a los tobillos. Por fin, cuando alcanzamos la puerta al grito de “las dos a la vez” y conseguimos desmontar las chirriantes trampas doradas de la cerradura y abrir la puerta, mi padre apareció ante nosotras. Cierro los ojos y veo a un hombre joven y sonriente, que lleva colgada de cada uno de sus hombros una bolsa de tela de saco sin teñir, de la que asoma, increíblemente nueva y resplandeciente, una muñeca de Pippi Langstrumpf. Y enfrente, congeladas para siempre en mi memoria, mi hermana y yo nos miramos nerviosas, nos debatimos entre abrazar a mi padre y abalanzarnos cada una sobre una muñeca que huele a muñeca nueva y no tiene ni uno, ni uno sólo de sus pelos brillantes, fuera de sus trenzas pelirrojas.

Después, los años desvinculan de alguna manera a los hijos de sus padres, porque los hijos van experimentando su autonomía, y los padres se retiran para dejar a los hijos descubrir y descubrirse. Tengo miles, miles de recuerdos de los distintos momentos de mi infancia, adolescencia y juventud en los que estoy con mi padre, como ése del que he hablado aquí en otra ocasión, el de las muchas horas de vuelo compartidas a la salida del colegio, volando, todavía con el uniforme puesto, por encima de las nubes, sentadas en los asientos turquesa de aquella avioneta cuya puerta se abría con una moneda de cinco pesetas. Y hay más: tantos kilómetros en coche, la siempre acertada reparación de cada muñeca mutilada, muchos ratos de juego, montones de palabras de aliento ante cualquier nuevo proyecto, el cuento del torito y tantos más, el dedo certero en el gatillo disparando en la feria por un peluche rosa, los pasos en el pasillo acercándose con el vaso de agua que esperábamos en la cama, las únicas explicaciones sobre física y mecánica que he entendido en mi vida, Don Juan de Villanaranja, el savoir faire de un enfermero aficionado que sabía siempre hacerte una cura para que te doliera menos, muchos juegos y juguetes fabricados a mano por él, el chorro agua que ni quemaba ni helaba cuando me ponía una calcomanía en el dorso de la mano, los toblerones inmensos comprados en el duty free en cada viaje, las palabras: “yo te lo regalo” cuando a mí no me llegaba para algo que deseaba con toda mi alma, el apoyo, la comprensión ante decisiones personales que yo sabía que no encajaban en absoluto con su forma de ser o de pensar, las llaves de su coche en mi mano cuando volví con la “ele” verde del carné recién sacado, y su hombro comprensivo la primera vez que el mundo se derrumbó bajo mis pies porque lloraba por amor.

Ahora está enfermo mi padre, y a mí me gustaría sacarle la enfermedad con la misma delicadeza con la que él me ha sacado a mí tantas veces las espinas de las rosas de la palma de la mano. Me gustaría que supiera que en los momentos más difíciles del tratamiento puede contar conmigo como yo he contado con él, o que cuando el cansancio se le pose encima como un ave gigante yo lo arrullaré “si le vin est bon”. Que sepa que cuando el desánimo y el mal humor intenten ganarle la batalla yo estaré allí para hacerlo volar sobre las nubes inmensas de Castilla (o de cualquier lugar del mundo), y dejarlo todo atrás haciéndose muy pequeñito. Y que cuando todo esto pase y miremos hacia atrás viéndolo todo como un mal sueño, toda la familia lo celebraremos -jusqu’à nous soûler- como nunca ningún ejército celebrara una batalla ganada…

Porque él se merece que yo esté ahí. Pero, sobre todo, porque yo se lo debo.

3 comentarios:

  1. Muy tierno y emotivo. Seguro que le gustan tus palabras. Una felicitación de mi parte.

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  2. Mariquita, ¡Qué difícil es escribir cuando no se sabe! Y cuando no se está a la altura, pero sobre todo, cuando se tienen los ojos tan turbios que no se puede ver la pantalla. Cuantas veces he oído decir “¡Los hombres no lloran!”, la última vez hoy mismo. ¡Pobres hombres que nunca habrán leído una felicitación como esta!
    Naturalmente, tú no me debes nada, No te hagas ilusiones, Yo no la hacía por ti, lo hacía por puro egoísmo. Haciéndolo era la persona más feliz del mundo. Si lo hubiese hecho por ti, no me ocurriría ahora con mis nietos. Fíjate si soy egoísta que he querido prolongar aquella felicidad con las tres maravillas de ejemplares que me habéis regalado, aunque la diferencia de edad no me permita el mismo tipo de aventuras. A ellos no los podré llevar a volar en una cessna sobre las escasas nubes de nuestra tierra.
    Te dejo Mariquita, la pantalla se ha empeñado en ponerse cada vez más turbia.
    Todo
    Tu Padre

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  3. Leyendo tan sólo el "introíto" del día del padre me ha venido, de repente, algo que jamás he compartido con nadie y que creo que si no lo cuento ahora me voy de este mundo sin haberlo hecho.

    Los protagonistas éramos mi hermano y yo. Resulta que yo era el segundo solista del coro y al faltar aquel día el primero me tocó a mí hacerlo. Tenía yo ya catorce años y había empezado a cambiar la voz, pero el maestro del coro se empeñaba en que era un capricho mío y no me daba descanso. Hasta me mandó un día, por primera vez en mi vida, a la puerta del Padre Prefecto para que me llamara al orden. Cuando terminó la Misa recibí parabienes de mis amigos pero lo que no se me han olvidado fue lo que me dijo mi hermano al verme: "Creí que estaba cantando una monja". O sea que hasta mi hermano que es cierto que Díos le dió otras virtudes pero no la de la música, sabía más de música que mi pobre maestro del coro. Se llamaba Don Ángel Estudillo y espero que alguien le explicaría algún día que los niños cambian la voz y que si se les fuerza acabarán destrozándosela para el resto de su vida, que fue lo que a mí me ocurrió.

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